Lo cuenta Robert Crumb recordando su infancia en la América de los cincuenta: los hermanos Crumb, como casi todos los niños de entonces, leían cómics de Disney y les gustaban muy en particular las historietas de Donald y del Tío Gilito (para ellos Uncle Scrooge) realizadas por quien ellos, a falta de otros datos, llamaban simplemente ‘el buen dibujante’ de Donald, aquel cuyo estilo descollaba con claridad entre los de los demás artesanos de la factoría Disney. Era política editorial de ésta difundir exclusivamente el nombre de su propietario, es decir, el de la empresa, así que publicaba todos sus cómics sin firma. Ni Crumb ni ningún otro lector conocía por entonces el nombre de aquel artista, pero los chicos distinguían su dibujo y su modo de contar, y los apreciaban.
Carl Barks (1901-2000) se ganó la estima de los lectores mucho antes de que éstos supieran nada de él y consiguió, pese a la anonimia que la compañía Disney impuso a su tarea, hacerse un nombre y una reputación de autor.
Barks comenzó a trabajar para los estudios de animación Disney en 1935, después de ganarse el pan en mil empleos distintos. En 1943 compuso para sus revistas la primera del medio millar de historietas del pato Donald y compañía que, en entregas de diez páginas, ideó y plasmó sobre el papel hasta su jubilación en 1966. Él dio vida a buena parte de los secundarios del famoso pato, el más notable de ellos el Tío Gilito, e inventó Patoburgo, su ciudad. Y, como era norma en la industria del cómic, sólo cobró como trabajador a destajo, una cantidad fija por página, sin derecho a firma. Pero la cualidad de sus ideas, su habilidad para dotar de sentimientos y relaciones a los personajes, más allá del simple gag, y, sobre todo, la vivacidad y la expresividad de su dibujo transparentaron la personalidad y el talento de aquel artista desconocido.
Cuando dejó de dibujar para Disney, el jubilado Barks obtuvo autorización -por un tiempo- para seguir realizando ilustraciones y pinturas al óleo con sus personajes. Para entonces, su prestigio entre los que habían sido sus lectores era tan sólido que dichas obras le aseguraron buenos ingresos hasta su muerte, aunque él mismo hubo de aprender a valorarlas. Según cuentan quienes le conocieron, cuando un admirador quiso comprarle un primer óleo, Barks le preguntó si 50 dólares le parecía caro. El comprador, ofendido, le contestó que prefería pagarle 150. Luego vinieron las subastas, que añadieron ceros a esa cifra. Barks ganó así, como ilustrador jubilado, el dinero que nunca cobró siendo asalariado de la Disney. En el despiadado mundo de la producción industrial de cómics de entretenimiento, Carl Barks representa la excepción del artista que gracias a su talento consigue sobresalir del engranaje y dejar constancia de su personalidad creadora.
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